Rohm2222

Cuando la ambición no descansa pone una mentira en cada guerra. Dilapidando hombres, espera que sucios sudarios firmen la paz con las venas vacías.

....... ............................................Que nada nos quite nuestra forma de disfrutar la vida

23.5.06

ELLA...

La innombrable. Despreciable mujer continua, uniforme, terminante, que va cubriéndolo todo dominándolo todo, fagocitándolo todo. Atormentada, disminuida por el que dirán, desmoronada en su abandono, hurga y roe en sus propias mezquindades. Apasionada por la indigencia ética, abusadora de la lógica, previsible, higiénica. Vaciada por el despecho, practica y disfruta la supervivencia del desamor, arrancando los clavos de su propia alma. Pordiosera de males forasteros, destructora de posibilidades, promotora de tareas oscuras, parturienta de niños muertos y otros desperfectos. Su espíritu es un revoltijo de trastos en desuso, desportillados y carcomidos. Sumida en la oscura obsesión de llenar el vaso vacío de sí misma, no entiende ni atiende a razones ni sentimientos ajenos. Extraña, incongruente, cicatera, rencorosa, retazos de desecho moral, usurpadora de desgracias ajenas, proscripta de si misma, inoportuna hasta el hartazgo, excelsa timadora de cariño, entristecida figura de dientes sucios, despreciable urdidora de malicias: larga lista de despropósitos que no existirían; si me amara.

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14.5.06

Urraca.

Me acuerdo pero no me acuerdo, aunque ocurrió.
No solo son hechos, también es memoria.

Nos encontramos en el Cementerio de la Chacarita, se llamaba Urraca y todo tuvo su momento. La vi junto a la tumba del morocho inmortal, el que cada día canta mejor; allí donde el tabaco no esta prohibido y hasta el bronce que sonríe, siempre fuma.

-La muerte no me impresiona -dijo- lo que me preocupa es... la espera.

Intentaba ser ingeniosa y graciosa pero el contexto la contradecía. Claramente se repetía, estaba seguro que no era la primera vez que lo decía.
Y entonces supe que así era ella, alguien que se repite a cada rato, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.
-Entre sin ser vista -dijo- no tiene gracia, lo se, ya veremos la próxima vez.

Uno de los presentes comentó: -No es la primera vez que alguien se cuela donde entra todo el mundo. -Así es. -dijo ella- Es fácil llegar aquí, lo difícil es salir la última vez.
Fue entonces cuando la miré.
Misteriosamente delgada, rostro suave, tranquila sonrisa.
Vestía tan oscuro como sus ojos.
Poco a poco la fui descubriendo, me convertí en observador interesado. Nos presentaron. Le dije que era locutor de una pequeña radio local.
Aclaré que era uruguayo. Me preguntó de un modo pensativo:
-¿Qué es ser uruguayo? -No sé -le respondí- Es un acto de fe.
-Como ser española -asintió.
Nada más puedo recordar de lo que se dijo en ese entierro.

Al día siguiente por la tarde la encontré frente al hotel donde me hospedaba.
No había nadie más. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
-A mí también. Podemos salir los dos.
Nos alejamos del hotel. Como había llovido, esquivábamos baldosas rotas.
Imagino que era gracioso contemplarnos desde lejos y ver como nos acercábamos y nos apartábamos el uno del otro como si un invisible resorte nos moviera a placer.
Esa húmeda tarde veraniega no había ni un alma en las calles.
Para no tropezar gambeteando charcos nos agarramos de la mano, como lo que éramos, dos adolescentes de más de cuarenta años.
Le propuse que fuéramos a la Plaza de Mayo, que queda calle abajo. Se dejó llevar.

Carlos, nuestro común amigo nos había reunido en su entierro. A Carlos le gustaba hacer esas cosas. Urraca había venido desde España a pasar su mes de vacaciones junto a nuestro amigo, al que el SIDA se estaba llevando. Dos días antes de irse Urraca para España, Carlos se nos adelantó, dejándonos huérfanos. Así era Carlos, espontáneo. Carlos era, además de historiador, mi guionista de radio favorito y compañero de truco insustituible.

A esta altura de los acontecimientos sé que ya estaba enamorado de Urraca; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto, el lejano marchar de botas. No he oído nunca el repiquetear de botas militares, pero sé que eran militares.
Urraca no se inmutó.

Al rato dijo como si pensara en voz alta: -Este es el sitio de las madres.
-Exacto. Aquí era y es donde protestan.

La Casa Rosada nos contemplaba con los granaderos haciendo su cambio de guardia, cuatro curiosos se detuvieron a observarlos.
Nuestros caminos se cruzaban en Buenos Aires. Urraca, mañana temprano, proseguiría su viaje hacia Madrid; yo, hacia Montevideo.
-En Madrid -me dijo- repetiré los pasos de Carlos, que buscaba a su amada perdida entre la muchedumbre de La Gran Vía.
-Carlos -repliqué- ya dejó de buscarla. Yo, en cambio, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.
-Tal vez -dijo en voz baja- la has encontrado.
Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos. Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
-Seré toda tuya en el hotel. Te pido mientras tanto, que no me toques.
-Es mejor que así sea. Para un hombre célibe entrado en años como yo, una oferta como esta ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones.
Pensé en mi juventud en Tacuarembó y en una muchacha de larga trenza negra, esbelta como Urraca, que me había negado su amor.

No incurrí en el error de preguntarle si me quería.
Comprendí que no era el primero y que no sería el último.
Esta aventura, acaso la última para mí, sería una de tantas para ella, mis prejuicios me arrastraban, cuando una mujer adulta toma la iniciativa comenzamos a dudar de su moralidad sin contar con ninguna prueba.
Tomados de la mano seguimos.
-Todo esto es como un sueño –dije repitiéndome- y yo nunca sueño.
-Todos soñamos -replicó Urraca repitiéndose- forma parte de la verdad.
En la vereda de la sombra una señora, en un balcón bajo, tomaba mate.
Urraca se paró a mirarla de forma casi ofensiva.

-No me acostumbro a ver como se toma mate.
-No deberías dejar este mundo sin probarlo.
-Es cierto, y yo estoy por morir -dijo ella- además de otras cosas, también debería probar el mate.
La miré atónito pero me calle, no quería que Carlos volviera a aparecer en la conversación.
Seguimos callejeando.
Habíamos demorado el paso.

-Yo querría que este momento durara siempre -murmuré.
-Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres -afirmó Urraca.
No quise discutir y le respondí:
-Vos caminas como queriendo aplazar el momento.
-No, lo estoy disfrutando.

Ella tampoco quería discutir y, para aflojar la tensión, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
-Una vez escuche en una película francesa, que en estos casos lo más interesante es que no sepamos nuestros nombres.
-Cierto, pero tu ya sabes el mío.-me replicó.
-Javier Tabaré- le dije.
-Te llamaré Javi- declaró con una sonrisa.
-¿Por cierto, y perdona, y eso de Urraca?- le pregunté.
-Es una faena de mi padre... -me dijo- era historiador... catedrático en Salamanca... de niña lo llevaba muy mal pero ahora lo revindico.
Se detuvo, haciendo una pausa muy teatral, y mirando el cielo declamó con gracia española.
-Urraca... como Doña Urraca I de Castilla y León, casada en segundas nupcias con Alfonso I de Aragón y Navarra, “El Batallador”; al que por cierto le ponía los cuernos. Estábamos de golpe ante su hotel, curiosamente a solo dos cuadras del mío.

Dentro del ascensor, mirando al suelo y con tono triste, Urraca me preguntó o se preguntó: -¿Oíste las botas? ¿Cuándo desaparecerán para siempre?.

En el pasillo se me adelantó.
-Apresúrate. Urraca entró primero.
El atardecer porteño se colaba por los altos ventanales, la habitación de techo alto y suelo de tarima, crujía con cada movimiento. Se metió rápidamente al cuarto de baño.
El esperado lecho me recordaba a la amplia cama de metal que tenían mis padres cuando yo era niño.

El tiempo como si fuera de goma transcurría de forma irregular, algunas cosas eran muy lentas, otras un instante.
Urraca ya se había desvestido. Me llamó por mi nombre.
- Javier.
Sentí que el atardecer arreciaba.
-Urraca, quiero decirte algo.
-Shhh- me puso un dedo en los labios- Ya lo sé, es tu primera vez. Por eso te elegí, también es mi primera vez.

Ya no quedaban ventanales ni techos altos. Ya no había espacio entre los dos más que para el calor. Como el soplo a una vela se hizo de noche y todo era tacto. Profanos en la oscuridad fluyó el amor y poseí por primera y última vez el perfume de Urraca.
El material originario con que están hechos los recuerdos.


4.5.06

Otras anécdotas librescas.

# La rubia.
Entró en la librería como una tromba, era alta, rubia y bien vestida. Se dirigió al mostrador y sin prestar atención a la señora que en ese momento estaba siendo atendida por el librero. Dijo:
-¿Ha llegado el libro que le encargué?.
-¡Si!-. Era difícil olvidarse de esa cara y sobre todo del libro encargado.
-¡Justamente en uno de los paquetes de esta mañana!.- El librero se dio media vuelta y recogiendo un ejemplar de la estantería de detrás de él, donde están los pedidos, se lo dio a la rubia.
-Aquí lo tiene. “Estadísticas de la producción de añil en San Salvador (1989-1999)”.
Y siguió atendiendo a la señora que estaba antes.
La rubia, dio varias vueltas al libro mirando alternativamente la tapa y la contratapa, como asegurándose de que era ese el libro solicitado. Lo abrió y se puso a leer y estuvo hojeando varias partes con esa mala costumbre que tienen algunos lectores de querer dejar indeleblemente impresa su huella digital en todas y cada una de las hojas, mojándose el dedo en la lengua cada vez que pasan una hoja, por fin lo cerró, lo dejó sobre el mostrado y se encaminó hacia la salida. El librero dirigiéndose a ella.
-Oiga!¿El libro... ? La rubia sin siquiera darse vuelta, dijo: -¡No gracias, ya he visto el dato que quería saber!. Y salió dejando la puerta tan abierta como la boca del librero.


# Libro de miedo.
El niño apenas superaba un palmo la altura del mostrador. La madre a su lado le explicaba al librero que su hijo tenia dificultades con la lectura. Le quería comprar un libro y este puso la condición de que él lo elegiría. El niño miraba con ojos claros y expectantes todo lo que hacia y decía el librero.
-Vamos a ver –dijo el librero al niño- ¿Qué es lo que quieres?
Con absoluta seguridad el niño pidió una historia de miedo.
El niño de seis o siete años eligió uno entre los cuatro que le mostraron. El librero rutinariamente cogió el libro, la barra de pegamento, la pequeña etiqueta que tiene el logotipo, la dirección y el teléfono de la librería y untándola la pegó encima del precio que esta escrito en la primera pagina.
-¿Sabes para que es esto?- le pregunto al niño, que meneó la cabeza negativamente.
- Es para que tengas mi teléfono y así cuando leas este libro, si tienes miedo, tu me llamas en cualquier momento, ya sea de día o de noche y yo voy a rescatarte; ¿vale?.
El niño afirmó con la cabeza a la sonrisa socarrona del librero.
Algunos días después se presentó la madre en la librería y le informó al librero el éxito que había tenido el libro y de como su hijo devoraba la lectura. El niño estaba educado a leer un rato en la cama antes de dormir. Al segundo día de lectura el niño llamó a su madre y sentado en la cama con el libro en su regazo le dijo muy serio:
-Mamá creo que ha llegado el momento de que llamemos al señor de la librería.

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